Un amor, muchos veranos
- Anna Soler Soler
- 16 abr 2020
- 6 Min. de lectura
Actualizado: 25 abr 2020

La brisa del mar me acariciaba la cara mientras observaba el cálido atardecer del último día en el pueblo. Cerré los ojos, noté como la arena fría se escurría entre mis pies. Solté un suspiro.
- Ya no te volveré a ver…-murmuré ese día.
Había sido el mejor verano de mi vida, pero también el último que pasaría en el pueblo. Después de dieciocho años y tras el fallecimiento de mi abuelo, mis padres decidieron vender la casa de los abuelos. No les culpo. No es que tuviéramos mucho dinero y ese curso ya empezaría la universidad. Sin embargo, durante todos esos años me moría por venir cada verano aquí, para verla a ella.
No se cuando empezó la historia, ni sé si algún día podría llevarnos a algún lado. Pero lo que tengo seguro es que siempre quedará en mi memoria.
La primera vez que la vi apenas teníamos seis años, y solo con verla me enamoré perdidamente. Su pelo rubio como el oro, sus ojos verdes almendrados y su sonrisa radiante que reflejaba un mar de felicidad. Para entonces ya era tímido, pero pude cruzar un par de palabras sin sentido que causó una risa sincera en ella. Fue genial para romper el hielo y empezar a jugar.
Hicimos buenas migas y con los demás niños del pueblo formamos un grupo muy bonito. No todos eran asiduos. Así que solo podíamos coincidir durante las vacaciones. Mientras estábamos en el colegio nos escribíamos cartas entre todos para mantener el contacto. Sin embargo, la carta que más feliz me hacía era la que ponía su nombre. Además, recuerdo que se caracterizaba por utilizar papel y sobres perfumados. Un estilo que ahora ya ni se lleva.
Recuerdo aquella vez, cuando teníamos 9 años, que trepé a un árbol para cogerle el sombrero después de que el viento se lo hubiera llevado consigo. Ella siempre tan delicada y elegante, mientras yo tan desaliñado y con chándal. Muchos niños le iban detrás y se ponían muy pesados para estar junto a ella. En esos momentos, la veía tímida e incómoda, pero no me atrevía a decir nada…
Llegó el verano de los 13 años. Las chicas del grupo ya no estaban para juegos, solo leían revistas, comentaban series y no paraban de hablar sobre chicos. Mientras que los demás jugábamos a futbol en la playa. Entre pase y pase del balón desviaba la mirada hacia donde estaba sentada, junto a las demás. Sin embargo, para mí, solo estaba ella. Era tal el embobamiento que mostraba que una vez recibí un disparo de balón en toda la cara.
Solté una risa mientras recordaba cuando me caí al suelo y todos se empezaron a reír. Sin embargo, ella fue la única que se acercó para preguntarme cómo estaba. De los nervios me salieron palabras sin sentido poniéndome colorado como un tomate. Entonces, salí corriendo sin mirar atrás y me fui a casa de mis abuelos. Me quedé encerrado una semana. Miraba por la ventana cada vez que alguien me venía a buscar para salir a dar un vuelta. Pero sobre todo me encantaba cuando era ella la que venía. Aún así me mantuve encerrado por la vergüenza.
A partir de ese año nos empezamos a acostumbrar a los correos electrónicos. Así que las cartas empezaron a disminuir, aunque a mí me gustaba mantener la tradición y las seguía enviando. Muchas sin retorno. Pero no me importaba, porque las que de verdad quería recibir eran las suyas, quien también le gustaba mantener la tradición de escribirnos por carta. Recuerdo que me contaba cómo le iba en el instituto, incluso algún rollete con algún chico. Eso me molestaba, pero ante todo quería su amistad por encima de todo, así que le aconsejaba lo mejor que podía. Solo quería lo mejor para ella.
El verano de los quince fue bastante intenso. Quedábamos todos por la noche en la playa para beber y fumar. A mí no me gustaba, pero no negaré que probé algún trago y calada. Algunos de los chicos, muy persuasivos, intimidaban a las chicas para que bebieran, quienes no se negaban. Sin embargo, ella siempre decía que no. Aunque por fuera, físicamente, había cambiado, por dentro seguía viendo aquella niña inocente.
Aquella noche, uno de nuestros amigos bebió demasiado y quiso abalanzarse sobre ella. Intentó darle un beso y quitarle la ropa. Los demás se reían y animaban a que pasara algo entre ellos dos. Pero su rostro era de espanto. Así que esa vez no me pude contener y aparté al chico de un empujón. Éste se cayó al suelo. Sin apenas estabilidad pudo ponerse en pie de nuevo y se me encaró. El silencio se adueñó del grupo bajo aquella noche estrellada. Intentó golpearme, pero lo esquivé. Empezó a insultarme y cada uno de los chicos se unieron a las amenazas. Por dentro estaba temblando como un flan. Temía por mí, pero más temía por ella. Así que me giré, la miré a los ojos y le agarré del brazo. Salimos corriendo de allí muy rápido. De lo borrachos y fumados que estaban ni intentaron seguirnos. Corrimos unos pocos minutos hasta que estuvimos lo suficientemente alejados para descansar. En cuanto me di cuenta que aún estando parados le seguía cogiendo del brazo me puse nervioso y la solté de golpe disculpándome torpemente. Ella sonrió agradeciéndome lo que había hecho. En ese momento era el chico más feliz del mundo. El corazón me palpitaba muy deprisa. Recuerdo preguntarme si era el momento para dar el paso. Ella se acercó y me agarró la mano. Yo, inmóvil, noté el calor recorriendo por todo mi cuerpo y le respondí agarrándole la mano. Me dio las gracias de nuevo y cuando vi que su rostro se acercaba al mío cerré los ojos muy fuerte. El corazón cada vez latía más y más rápido. Cuando noté sus labios en contacto con mi mejilla fue como si me despertara. Después del beso se apartó.
- Eres un buen amigo -me dijo.
Me toqué la mejilla donde me acababa de besar. Tenía la sensación de que estaba ardiendo. Aún sabiendo que no era el resultado que esperaba de aquella noche, me sentí por satisfecho al ver de nuevo su sonrisa inocente en su cara.
Recuerdo que fue en mayo de mis dieciocho años cuando mi abuelo falleció. Era muy mayor y ya había vivido su vida. Sin embargo, aquel verano fue el más intenso de todos. Solo tengo recuerdos de mi madre discutiéndose con mi tío para saber qué iban hacer con la casa. Yo intentaba convencer a mi madre para que no la vendiera, que intentaría buscar trabajo, que podría vivir por mí mismo. Pero cualquier esfuerzo fue inútil. Al final, decidieron venderla y repartirse las ganancias, poniendo así lo que yo creía que sería un punto y final a las historias vividas en aquel pueblo.
***
Ahora con mis treinta y tres años había vuelto. Estoy de nuevo en aquella playa donde solía jugar y pasar el tiempo con mis amigos. Donde me pasaba horas observándola. Donde tuve los momentos más felices de mi vida.
Me quité los zapatos y avancé hasta la orilla para observar la puesta de sol. Esta vez con un look más ejecutivo, y es que había creado mi propia empresa. Ahora tenía dinero para poder comprarme una casa en este pueblo. Bajo el brazo llevaba una caja metálica de color rojo. Me senté en la arena y la abrí. Saqué la primera carta que había y la empecé a leer. Después de haber leído unas cuantas, las lágrimas empezaron a brotar de mis ojos. “¿Por qué no puedo parar de llorar?”, pensaba. Si alguien viera como estaba seguro que se extrañaría. Bajé la cabeza apoyándola en mis rodillas sin poder parar de llorar.
- ¿Se encuentra bien señor? -me pregunto una voz aguda e inocente.
Levanté la mirada y vi a una niña pequeña de unos cinco años, rubia, con dos coletas y con unos ojos verdes muy transparentes. No podía ser ella, habían pasado muchos años, pero era su viva imagen.
- ¡Mamá! Este señor está llorando -dijo la niña mirando atrás.
El corazón me empezó a palpitar muy rápido. Por qué me sentía así. Giré la cabeza y, a unos pocos metros, vi a una mujer de unos treinta y poco con una larga melena rubia como el oro, unos ojos verdes y con una sonrisa radiante.
- ¡Eres tú! -exclamé ilusionado mientras me secaba las lágrimas de la cara.
Me levanté de un salto y fui corriendo hasta ella, quien me recibió con los brazos abiertos.
- Te he estado esperando todo este tiempo -me dijo con lágrimas en los ojos.
No podía creerme lo que estaba sucediendo. Le pregunté por la niña y me contó que la tuvo con chico que las abandonó al saber que ella estaba embarazada. Desde entonces no había estado con nadie.
- Nunca he podido ser feliz con una pareja -me dijo tímidamente-, porqué no eras tú.
Después de esas palabras la abracé muy fuerte y nos fundimos en un cálido de beso en la boca, al igual que el sol se fundía en el mar en aquel atardecer. Mientras, la brisa marítima se llevaba aquellas cartas llenas de recuerdos que habían quedado por la arena.
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