Tras las máscaras (Castellano)
- Anna Soler Soler
- 22 sept 2020
- 3 Min. de lectura

Me encontraba en una sala muy grande, elegante, con paredes enormes de un color beige con tonos dorados. La preciosa lámpara de araña que colgaba del techo parecía que tuviera gotas de agua cristalizadas. La luz que irradiaba mostraba una fiesta ambientada en el siglo XVIII, en la que todos llevaban unos vestidos y unas pelucas muy elegantes y estrafalarios; pero lo que más me llamaba la atención era aquellas máscaras que impedían ver quién se escondía tras ellas. Había de todos los colores y medidas, más alegres, otras tristes, atemorizadas o enfadadas. Solo había una condición: no te podías quitar la máscara para mostrar tu rostro, la podías cambiar por otra, pero nunca mostrar quién eras realmente.
Dicho de esta forma, parecía que no tuviera que conocer a nadie, pero era todo lo contrario. La máscara era lo que hacía que reconociera a toda persona, pensando que realmente su manera de hacer y actuar era aquella. Había gente que desde la última vez la había cambiado, antes parecían más cercanos y confiables, pero con el tiempo se habían ido distanciando. Las dudas siempre habían sido las mismas: ¿Había habido alguna máscara que hubiera sido la verdadera? ¿Quién es en realidad?
Mientras avanzaba entre los invitados, un poco complicado, observaba con curiosidad los cambios de aquellos que conocía. Pensaba que había algunos que seguían igual, en mi rostro se dibujó una sonrisa camuflada por aquella máscara atemorizada.
Al final no sabías en quién confiar: no sabías si el problema eres tú, el otro o, a lo mejor, ¡los dos!
Me movía por la sala, tenía la sensación de que todos me miraban y cuchicheaban. ¿Es que había hecho algo mal? Buscaba a las personas que me importaban, necesitaba a alguien, pero no les encontraba, ni aquellos más cercanos. Sin embargo, había otros que a lo mejor no estaban cada día, pero también eran importantes para mí, y aún así tampoco era capaz de encontrarles. La multitud se había convertido en un laberinto de rostros que me observaban. La desesperación me invadía, ¡Yo no quería tanta gente! Yo solo anhelaba estar con aquellos que quería y que me querían, pero que lo hacían desde la sinceridad y el corazón, no por interés. Siempre había estado allí cuando lo habían necesitado, he luchado, les he defendido… ¿Por qué no les encontraba? Sabía que estaban, lo sabía.
Entre todos esos pensamientos, y sin darme cuenta, llegué a un pasillo eterno, lleno de puertas en los laterales. Decidí abrir cada una de ellas sin pensar en lo que me podría encontrar en su interior. Vi imágenes del pasado, buenos momentos, otros no tanto, nervios, emociones, alegrías, tristezas… Pero ellos no estaban. Abatida, me dejé caer al suelo manteniendo la mano agarrada al pomo de la última puerta que había abierto, mientras que las lágrimas iban tiñendo de negro el vestido azul claro que llevaba puesto. No entendía por qué me sentía así. Pensaba que siempre estarían.
Escuché unas risas, me costó levantar cabeza, pero hice un esfuerzo por secarme las lágrimas con la manga, dejando un rastro oscuro, y me levanté. Fue difícil pero no imposible. Intenté seguir aquellas voces que retumbaban, unas voces conocidas que destacaban por encima de todo aquel alboroto de la fiesta. Avancé unos cuantos pasos más hasta que llegué a la última puerta, justo al lado de una ventana que marcaba el final del pasillo. Estaba abierta y la corriente de aire me empujaba hacia la puerta. Me quedé plantada enfrente, dudosa, el miedo se apoderaba de mí. Cerré los ojos y conté hasta tres. La abrí de un golpe al igual que los ojos que parecían unas naranjas. Efectivamente, allí estaban todos con su máscara, algunos diferentes a las que había visto hasta entonces, reían y se lo pasaban bien. Mi cara de sorpresa y decepción quedó reflejada tras la sonrisa de mi máscara. Había tenido tiempo de cambiarla, quería que me viesen con mi mejor cara. Sin embargo, todavía petrificada, notaba un dolor en el pecho, sentía que el corazón se encogía, la respiración se aceleraba y echaba en falta el aire. Lo único que quería era desaparecer de aquella habitación. Otra vez no, pensé mientras las lágrimas ocultas volvían a brotar sin parar. Poco a poco, hice unos pasos hacia atrás y miré a la izquierda, donde aquella ventana seguía abierta. Esta vez, por eso, el aire no me empujaba sino que me tiraba hacia afuera. Unas voces me susurraban, me gritaban, me decían que ese era mi camino. No me lo pensé dos veces, simplemente me lancé a la oscuridad con mi vestido teñido de negro.
Muchas gracias Ren!! 😊😊
Muy bueno Nuski! Esto me recuerda a acontecimientos recientes. Sigue con tus relatos son geniales ❤